Prólogo a "Los conjurados", Jorge Luis Borges, 1985.
“A nadie puede maravillar que el primero de los elementos, el fuego, no abunde en el libro de un hombre de ochenta y tantos años. Una reina, en la hora de su muerte, dice que es fuego y aire; yo suelo sentir que soy tierra, cansada tierra. Sigo, sin embargo, escribiendo. ¿Qué otra suerte me queda, qué otra hermosa suerte me queda? La dicha de escribir no se mide por las virtudes o flaquezas de la escritura. Toda obra humana es deleznable, afirma Carlyle, pero su ejecución no lo es.
No profeso ninguna estética. Cada obra confía a su escritor la forma que busca: el verso, la prosa, el estilo barroco o el llano. Las teorías pueden ser admirables estímulos (recordemos a Whitman) pero asimismo pueden engendrar monstruos o meras piezas de museo. Recordemos el monólogo interior de James Joyce o el sumamente incómodo Polifemo.
Al cabo de los años he observado que la belleza, como la felicidad, es frecuente. No pasa un día en que no estemos, un instante, en el paraíso. No hay poeta, por mediocre que sea, que no haya escrito el mejor verso de la literatura, pero también los más desdichados. La belleza no es privilegio de unos cuantos nombres ilustres. Sería muy raro que este libro, que abarca unas cuarenta composiciones, no atesorara una sola línea secreta, digna de acompañarte hasta el fin.
En este libro hay muchos sueños. Aclaro que fueron dones de la noche o, más precisamente, del alba, no ficciones deliberadas. Apenas si me he atrevido a agregar uno que otro rasgo circunstancial, de los que exige nuestro tiempo, a partir de Defoe.
Dicto este prólogo en una de mis patrias, Ginebra.
J.L.B.
9 de enero de 1985
Estado del alma | Música para camaleones
Tres camaleones verdes echan carreras a través de la terraza; uno se detiene a los pies de madame chasqueando su ahorquillada lengua, y ella comenta:
—Camaleones. ¡Qué excepcionales criaturas! La manera en que cambian de color. Rojo. Amarillo. Lima. Rosa. Espliego. ¿Y sabía usted que les gusta mucho la música? —me contempla con sus bellos ojos negros—. ¿No me cree?
A lo largo de la tarde me ha contado muchas cosas curiosas. Que, por las noches, su jardín se llena de enormes mariposas nocturnas. Que su chofer, un digno personaje que me ha conducido a su casa en un Mercedes verde oscura, había envenenado a su mujer y luego se había fugado de la Isla del Diablo. Y me ha descrito un pueblo en lo alto de las montañas del norte que esta enteramente habitado por albinos: individuos menudos, de ojos rosados, blancos como la tiza. De vez en cuando se ven algunos por las calles de Fort de France.
—Si, claro que la creo.
Ladea su cabeza plateada.
—No, no me cree. Pero se lo demostrare.
Diciendo esto, entra resueltamente en su fresco salón caribeño, una estancia umbría con ventiladores que giran suavemente en el techo, y se coloca ante un piano bien afinado. Yo sigo sentado en la terraza, pero puedo observarla: una mujer elegante, ya mayor, producto de sangres diversas. Empieza a tocar una sonata de Mozart.
Finalmente, los camaleones se amontonan: una docena, otra más, verdes la mayoría, algunos escarlata, espliego. Se deslizan por la terraza y entran correteando en el salón: un auditorio sensible, absorto en la música que suena. Y que entonces deja de sonar, pues mi anfitriona se yergue de pronto, golpeando el suelo con el pie, y los camaleones sales disparados coma chispas de una estrella en explosión.
Ahora me mira.
—Et maintenant? C'est vrai?
—En efecto. Pero resulta muy extraño.
Sonríe.
Whitman, otro Mercurio amigo de la casa
Amor en el zaguán (Soñar a ese fuego con el fuego)
Muestra madre
Una especie humana.
Diosas de la vida y de la luz.
Que rincones oscuros tienen, lugares a los que nunca llegaremos.
Dueñas de nuestra vida, todo un planeta desconocido.
Amigas fieles, infieles absolutas.
Madres incondicionales que abastecen con su cuerpo el primer jugo de vida.
Mirando de reojo en algún papel una frase de amor, para volver a oler un romance de verano.
Madre.
Una palabra, la primera quizás, será por eso.
Que pocas veces lo dije y que familiar resulta, hay una madre dentro de cada una o hay muchas madres para elegir por ahi.
Me aferro a una imagen y creo, dibujo. /////////////////sublimación
Cuerpo.
La tierra es madre, la madre es tierra, la virgen es madre, pero hay un cuerpo real.
Un lugar, un comienzo, pertenencia. ¿De dónde venimos?
Nuestro camino comienza dentro de un cuerpo.
¿Que mapa nos llevó? Caminamos desde un cuerpo hacia el mundo, una ventana o mundo previo, poco, caliente, hermoso, seguro.
Una cerradura que nos da permiso para espiar lo que nos espera.
Sin viceversa.
Cuanto misterio.
Un cuerpo, primer latido, que al compás del más grande va gestando sinfonías ancestrales.
La angustia se refugia en ese cuerpo perdido, en ese primer lugar, el punto de partida sin mapa de vuelta.
Instinto.
Cajita de música, compases con danza de sonidos/agua, océanos de vida, toda la humanidad en un cuerpo.
Sol.
Agua.
Tierra.
Vida.
No puede ser ajeno el cuerpo que te dio la vida, tu cuerpo, el cuerpo de otro, tu sangre, la sangre de otro, tu oxigeno, el oxigeno de otro, todo convive en una perfecta armonía de instintos perdidos.
Regina
Cajita de música
Esther
Azorafa
Frida
Frida Kahlo
La sed verdadera ! Pescado Rabioso
y hoy nos vemos aquí...
pero la paz,
en mí nunca la encontrarás...
si no es en vos...
en mí nunca la encontrarás...
Por tu living,
o fuera de allí no estás...
pero es que hay otro que está...
y yo no soy
Yo solo te hablo desde aquí...
él debe ser,
la música que nunca hiciste...
Abriste la piel...
creíste en todo lo que te dí,
nada salió de vos...
mira el fuego...
las luces que saltan a lo lejos...
no esperan que vayas a apagarlas, jamás...