Cuando Francisco volvió de su viaje a Roma, traía un gran deseo de compartir con los pobres sus sufrimientos y de saber por experiencia propia cuál era su vida. Entre los más desgraciados de ellos, se distinguían los leprosos.
Cierto día que Francisco regresaba a Asís luego de la la guerra a caballo, le pidió una limosna uno de ellos. En otro tiempo le hubiera arrojado un puñado de monedas y espoleado su caballo; pero esta vez desmontó, puso su limosna en las manos de aquel miserable y tomándolas entre las suyas, imprimió un beso en ellas.
Desde aquel momento quedó sellado el pacto de una nueva vida. Francisco se creyó llamado especialmente a cuidar leprosos, cuyas chozas desde entonces frecuentó no ya secretamente, pues en aquella época en Asís era mal visto dar limosna a los pobres, y él lo hacía a plena luz del día y nunca olvidaba besarles la mano al entregarles su ofrenda.
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