Me acuerdo de Don Esteban

Hace una purreteada de días que tengo ganas de escribir sobre Don Esteban; y siempre aplazando el tema.

No sé si vive o ha muerto. Tendría cincuenta años cuando yo tenía siete.

En verano e invierno usaba siempre camiseta de franela. Estaba "quebrado". Sabía yo que aquello era una enfermedad, y suponía que la quebradura de don Esteban debía estar en el lugar donde se fajaba, pues este lombardo gastaba una faja negra que daba varias vueltas a su robusto corpazo, y un sombrero abollado con el ala sombreándole la frente.

Se dedicaba a labores agrícolas; siempre andaba ensarmentando las parras o podando los durazneros.

El campo le tiraba. Desaparecía de tiempo en tiempo, y de sus desapariciones sólo llegaba yo a saber que estaba en Haedo, en una chacra de Haedo.

Y tanto oí hablar de ese Haedo, que Haedo era para mi imaginación infantil, lo que las columnas de Hércules para los hombres de la antigüedad. El límite del mundo conocido.

Lo que hacía

Don Esteban hacía de todo. En su casa tenía parras, y podaba las parras; recolectaba la uva, compraba "pasas" y en unos toneles grandotes fabricaba un vino "casero"; un vinillo dulzón y diabólicamente embriagador, pues recuerdo que una tarde me recosté bajo la espita y comencé a beber hasta que se me infló el estómago, y luego salí viendo, en visiones, un montón de macanas. Luego, para desemborracharme, me dieron una soberbia paliza.

Don Esteban era aficionado a cebar pavos; y en el rincón del gallinero tenía una

conejera. Fumaba en pipa, y cuando se le rompía la bolsa de tabaco, fabricaba otra con

una vejiga de cerdo. Además, fabricaba excelentes boquillas con las patas de una liebre.

Más actividades

No se conformaba con ésto. Cuidaba un terreno que daba a espaldas de una fábrica, y la lonja de tierra estaba maravillosamente sembrada. Las rayas de cebollas alternaban con las de repollos; la lechuga con la espinaca. En un rincón, ocultas de la visión de los inspectores municipales, había un plantel de plantas de tabaco, por las que circulaban unos hediondísimos insectos verdes; y luego un gran espacio completamente consagrado al orégano, y cierto arbusto aromático que él cortaba por la raíz y en grandes manojos lo vendía en una carnicería que estaba junto al corralón.

Silencio

Cuando había terminado de trajinar la tierra, don Esteban se sentaba entre los altos tallos verdes de cebollas, y se quedaba mirando el cielo azul entre los claros de los

eucaliptos. No hablaba casi palabra.

Cuando yo y el hijo hacíamos excesivas burradas, volvía la cabeza y luego se sumergía en su meditación, mientras el agua corría lentamente a sus pies por los canales, cuya corriente orientaba con un poco de tierra que acumulaba con la pala.

¿Por qué me acuerdo de estos detalles? No sé. Pero a medida que pasan los años veo en don Esteban a un hombre de cuyo tipo existían muchos en esta ciudad en formación. Un semitipo de campo, es decir, un hombre de la orilla de la ciudad, donde ralean las casas y comienzan las quintas (...)

Y sobre todas las cosas, un enamorado de la vida rural. Me acuerdo que en aquella época el litro de vino valía nueve centavos, sin embargo, él fabricaba su vino, y lo cataba con religiosidad, como si fuera la sangre viva de la tierra. Casi me atrevería a jurar que ese hombre, que no sabía leer ni escribir, fue el primer poeta verdadero que he conocido.


Roberto Arlt